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De nuevo hay que defender el derecho de las mujeres a decidir
Justa Montero
Miércoles 26 de septiembre de 2012
La polémica en torno al aborto ha irrumpido en la escena pública de forma particularmente violenta y amenazante para la libertad y dignidad de las mujeres. En apenas tres meses se han sucedido acontecimientos que ponen en entredicho un derecho que, aunque de forma limitada, reconoce la propia legislación: abortar en algunos supuestos.Al estupor e indignación inicial por las amenazas, acoso, citaciones judiciales a mujeres y profesionales sanitarios y cierres de clínicas, ha seguido una movilización organizada por el movimiento feminista y que ha contado con la participación activa de muy diversos colectivos sociales, sindicatos y partidos. Las organizaciones feministas han logrado situar el debate y la atención en los problemas que subyacen a la realidad del aborto, y dar expresión a la exigencia de un cambio de ley.
Lo sucedido no constituye hechos aislados, se trata de una campaña de acoso al derecho de las mujeres a decidir dentro de la ofensiva general de los grupos más ultraconservadores y misóginos de la sociedad. Cuentan con sectores de la judicatura que tienen un papel estelar, con la participación activa del PP, y a la cabeza se sitúa una vociferante jerarquía eclesiástica, representante del fundamentalismo católico, que trata de imponer su proyecto integrista, una moral y un modelo de familia basado en el control del cuerpo y la negación de la libertad y sexualidad de las mujeres.
No hay que menospreciar este frente anti-elección, ni las estrategias que desarrollan. Por un lado presionan para forzar cambios más restrictivos en la legislación (como ha sucedido en otros países, siendo Nicaragua el ejemplo más reciente); también actúan en el ámbito ideológico tratando de convertir al embrión y al feto en sujetos del debate a partir de su delirante discurso sobre la “vida”. Su reiterada referencia a cuestiones, absurdas por imposibles, como los “abortos de siete meses”, los “fetos en cubos de basura”, o las “trituradoras de fetos” busca identificar el aborto con estas prácticas ficticias, y que el rechazo que ello produce en el imaginario colectivo se traduzca en un consenso contra el aborto. Su discurso trata de crear un contexto hostil a las mujeres, culpabilizarlas, criminalizarlas, y volver a convertir el aborto en un tema clandestino y tabú.
Otra consideración a tener en cuenta es la desaparición de las mujeres en este debate, no existen como sujetos, ni tan siquiera se las nombra. También se obvia que el 89% de las mujeres abortan en plazos menores a las doce semanas y que sólo el 1,9% de los abortos realizados en 2006 corresponden a embarazos de más de veinte semanas. Y no se puede ignorar que hay graves malformaciones fetales, hasta el punto de hacer inviable la vida tras el parto, que solo se pueden detectar a partir de las 20 semanas de gestación, y que en estos casos se trata siempre de situaciones extremas en las que el embarazo entraña un enorme sufrimiento para las mujeres. ¿Dónde queda la preocupación por la vida de las mujeres?
Ahora bien, el origen de los problemas no se reduce a la ofensiva de estos sectores, su actividad adquiere semejantes dimensiones porque la ley hace aguas y supone un auténtico coladero para las campañas obstruccionistas de los anti-elección y muy particularmente para sus actuaciones en el ámbito judicial. Un problema que se puede extender a lo que sucede en materia de educación sexual tal y como ha quedado tras la última ley aprobada o en materia de anticoncepción, donde hasta farmacéuticos objetan para no facilitar la píldora del día después.
El problema de fondo es la ley. El sistema de indicaciones, que fundamenta la vigente despenalización parcial del aborto, lo contempla como un delito, es decir algo punible, salvo en los tres supuestos que despenaliza. Las causas o supuestos remiten a la interpretación que otros (a los que, por tanto, se les presupone una superioridad moral sobre las mujeres), hacen de ellos. Como se ha comprobado a lo largo de estos años, jueces, médicos, ex maridos, ex novios, organizaciones anti-elección, consideran que la ley les otorga potestad para valorar la validez de las razones que aduce una mujer para abortar y determinar si la causa que alega entra o no en uno de los supuestos despenalizados para, en su caso, poder denunciar a mujeres y profesionales sanitarios.
Lamentablemente, lo sucedido no es nuevo. Desde 1985, y con la ley aprobada, el movimiento feminista tuvo que levantar una campaña en defensa de mujeres y profesionales sanitarios de distintas ciudades que eran denunciados. En algunos casos se archivaron las diligencias judiciales, en otros se realizaron juicios e incluso se encarceló a algunos profesionales; en otros casos, como en Pamplona, supuso que no se volvieran a hacer abortos en la ciudad. En los últimos años esta dinámica inquisitorial había amainado instalándose una aparente normalización en la prestación del aborto a partir de la creación de clínicas privadas. Pero era cuestión de tiempo que reaparecieran los problemas porque la despenalización parcial no los resolvió. La ley contó desde el principio con la oposición de buena parte del movimiento feminista que advirtió del riesgo de dar al aborto un tratamiento penal en lugar de regularlo como un derecho, tal y como recogía la propuesta de ley presentada por la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas.
Una ley, a cuyo amparo se vulnera la intimidad y libertad de las mujeres, no sirve. Al gobierno le compete actuar, pero en su lugar se ha limitado a hacer declaraciones de buenas intenciones, como en su momento hicieron los anteriores gobiernos socialistas. Y como entonces, se inhibe de su responsabilidad planteando un debate en el que ni tan siquiera explicita su postura. También al igual que antaño hace referencia al consenso social, sin resolver su dificultad interna para abordarlo y para enfrentarse, como lo hizo en el caso de las bodas de gays y lesbianas, a los sectores fundamentalistas que se oponían con ferocidad. Finalmente en el programa electoral del PSOE no figura ninguna propuesta concreta. Mal antídoto para el envalentonamiento de los sectores fundamentalistas.
La ley tiene que cambiar, y desde mi punto de vista hay tres requisitos que tendría que contemplar una nueva normativa que se proponga garantizar el derecho de las mujeres y acabar con la actual inseguridad jurídica. En primer y principal lugar requiere que el aborto deje de estar tipificado como delito, que salga del Código Penal, y que solo sea punible el que se realiza contra la voluntad de las mujeres.
En segundo lugar, la regulación del derecho al aborto se tiene que fundamentar en algo tan elemental como el principio ético de respeto de la autonomía y capacidad moral de las mujeres para formular y emitir sus propios juicios, para tomar sus decisiones y actuar sobre los muy distintos dilemas que se pueden presentar en su vida, entre los que la maternidad es uno de ellos particularmente relevante.
En las propuestas que se presentaron en la anterior legislatura (tanto por el PSOE como por IU), y sin entrar en un análisis detallado que dejaría ver diferencias considerables entre ambas propuestas, se plantea una “ley de plazos”. En realidad es una combinación entre plazos y causas: las mujeres pueden abortar sin alegar causas hasta las 12/14 semanas de embarazo y a partir de ahí se aplican las causas que figuran en la actual normativa.
La determinación de los plazos tiene una enorme importancia desde el punto de vista sanitario: el método para la intervención es distinto según el tiempo de embarazo y también lo es el riesgo para la salud de la mujer. Pero resulta una arbitrariedad establecer límites fijos, independientemente del criterio sanitario, desde el punto de vista legal o de legitimidad de la decisión de la mujer ¿No es una forma de tutela, quizás encubierta, el considerar legítimo que la mujer decida a las 12 semanas pero no a las 18?
En tercer lugar requiere su normalización como prestación en la red sanitaria pública, única forma de garantizar su universalidad y la equidad de acceso a la misma. Hoy es una prestación privatizada explícita o encubiertamente (vía conciertos públicos con algunas clínicas privadas) como indica el dato de que no llega al 3% el número de abortos que se realiza en hospitales públicos. Que el aborto se considere como una prestación sanitaria requiere muy diversas medidas, pero sobre todo exige garantizar que en todos los hospitales públicos se atiende la demanda de las mujeres.
La objeción de conciencia que hoy se practica, a la carta y de forma generalizada en la sanidad pública, representa uno de los mayores obstáculos para la normalización del aborto. De hecho se protege más la conciencia del profesional que el derecho de las mujeres a recibir asistencia sanitaria. ¿Cómo se va a garantizar un derecho si se niega el servicio público que lo garantiza?
Hace falta un compromiso político claro y decidido. Lo que no sirve son declaraciones de buenas intenciones o medidas vergonzantes. Las mujeres no se lo merecen, y desde el feminismo no vamos a dejar de luchar hasta conseguir que se garantice y respete el derecho de las mujeres a decidir.
Justa Montero es miembro de la Asamblea Feminista de Madrid.