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Acabar con la violencia machista

Una opinión sobre la impunidad. Justa Montero , Asamblea Feminista de Madrid

Martes 17 de noviembre de 2015

¿Existe realmente un rechazo social a la violencia machista? Si hiciéramos caso a las encuestas de opinión se podría responder afirmativamente, siempre y cuando la redujéramos a su manifestación más brutal: los asesinatos. Y aun así tendríamos que preguntarnos por qué, mes tras mes, inexorablemente, más mujeres mue­ren víctimas de hombres que se creen con derecho sobre ellas hasta el punto de disponer de su vida.

Si la pregunta se refiere a otras formas de violencia física, como el maltrato, la agresión sexual, la violación o el acoso sexual en el trabajo o en la calle, todo se hace más difuso, se van introduciendo matices y matices hasta hacer que el rechazo sea en muchos casos prácticamente inexistente. Y así se va alimentando la impunidad social, ese silencio cómplice, la justificación del control de baja intensidad sobre las mujeres, la falta de apoyo, solidaridad y protección, que reclaman las mujeres y que no encuentran.

Esa impunidad se alimenta con siniestras actuaciones judiciales, con intentos de difuminar el carácter patriarcal de una violencia a la que no se quiere nombrar como lo que es: violencia machista, ni familiar ni doméstica. No llamar a las cosas por su nombre es la coartada perfecta para no reconocerla e incumplir un requisito previo para erradicarla: la verdad, y para errar en las medidas que puedan hacerle frente.

Porque la violencia machista sirve para mantener una desigualdad que da poder y control a los hombres sobre las mujeres y trata de garantizar su sometimiento al varón. Una desigualdad que es estructural, como lo es la violencia simbólica y la violencia física y psíquica, se manifieste con mayor o menor intensidad.

Y en este momento, en que coexisten desigualdades en los niveles de autonomía y libertad de las mujeres con los efectos de la crisis sistémica y la salida neoliberal que se trata de imponer, nos encontramos con un refuerzo de la violencia por reacción.

Reacción ante el resquebrajamiento de un modelo de masculinidad hegemónica en el que la violencia es un componente de una virilidad que se quiere afirmar ante las mujeres que, de una manera u otra, dicen ‘basta’, que deciden cambiar de vida, que se adueñan de la calle, de sus cuerpos, que se enfrentan a las normas de género o a las normas sexuales. Ahí empieza el horror, el inicio del proceso destructivo en que se convierten las vidas de muchas. Reacción ante la pérdida de control y la resistencia a cambiar, a incorporar en sus vidas los cambios que planteamos las mujeres para que nuestras vidas, las de todos, sean vidas dignas.

La promulgación de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral Contra la Violencia de Género supuso un cambio importante en las políticas públicas, pero planteó también problemas, puesto que lo que fundamentalmente se ha desarrollado son las medidas de carácter penal y policial para el castigo a las parejas y exparejas de las mujeres. Y aun así deja desprotegidas a muchas mujeres, como muestran los datos oficiales y la realidad de las mujeres que no entran en esas cifras porque deciden no denunciar y, por tanto, no pueden acceder a ninguno de los recursos reconocidos para víctimas de violencia machista. Once años después, la violencia sigue formando parte de la vida cotidiana de miles de mujeres.

Y once años después se apela a un nuevo pacto de Estado. No creo que sea la fórmula más acertada, porque pacto de Estado fue la aprobación por unanimidad de dicha ley, y pactos de Estado son también los que criminalizan la protesta social (también contra la violencia machista). Los pactos de Estado suenan a la vieja política que hace compatible duros alegatos contra la violencia machista y gestos institucionales de repulsa, con limitadas medidas concretas y con una ristra de otras que, como las reformas laborales, los recortes a los servicios de dependencia que ahondan en la división sexual del trabajo, que desvalorizan a las mujeres y cosifican los cuerpos, alimentan también la impunidad social.

Urgen cambios en la ley para garantizar la protección, justicia y reparación a las mujeres, a todas las mujeres, a las que denuncian y a las que no, a las migrantes con y sin papeles, a las trabajadoras sexuales, a las jóvenes “menores de edad”; su acceso a servicios y recursos públicos, a la prevención, a la educación y a la laicidad. Cuando en las manifestaciones gritamos: “Frente a la violencia machista, respuesta feminista”, nos referimos a muchas estrategias de respuesta, pero también a que la solución a esta barbarie apunta a un cambio de paradigma social, de entender la forma de relacionarnos, de organizarnos la vida y los afectos, de vivir la sexualidad y las identidades, cambios en los modelos de masculinidad y feminidad hegemónicos, como apunta la práctica y proyectos de vida de muchas mujeres y de otras identidades.


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